La máquina de hacer mariachis

MARTES

Esperón, el de las 947 canciones

En un filme mexicano de los años 50, el personaje que interpretaba el cantante Miguel Aceves Mejías acosaba en una avioneta el techo de la casa de la novia que le había abandonado. Sobre el ruido del motor se escuchaban las trompetas y el guitarrón que lo acompañaban mientras el galán cantaba un bolero en el que se repetía en cada vuelo rasante: Ando volando bajo / no más porque no me quieres.

El poeta Práxedes Armenteros me confesó, recostado en el tocadiscos que envejeció junto a él, que después de ver esa película no pudo creer jamás en el cine de México, pero que la armonía y la potencia del mariachi lo convirtió en un fanático de esa música y en un devoto del compositor Manuel Esperón (Ciudad de México, 1911-Cuernavaca, 2011), que escribió casi 500 piezas para las bandas sonoras de aquellas películas.

En esas cintas planas y enrevesadas como las pesadillas salió de México la cultura del mariachi y con las voces de Pedro Infante, Jorge Negrete, Tito Guizar y los hermanos Luis y Tony Aguilar se extendió por América Latina, el mundo hispano de Estados Unidos y buena parte de Europa.

Esos grupos de músicos, entre 10 y una docena, nacieron en la región de Jalisco, pero avanzado el siglo se adueñaron de todo México y de todos los géneros y, después de pasar la prueba de los boleros (en especial los de José Alfredo Jiménez), estuvieron preparados para adaptar sus tonos a las corrientes que entran y salen como las modas y a manifestaciones musicales de otros países.

Ahora que la UNESCO ha declarado el mariachi Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, los amantes de esa música de guitarrones, vihuela, violín, trompeta y guitarra, los que no tienen dudas en pedir que se arranque una fiesta con Ay, Jalisco no te rajes, o Amorcito corazón, no pueden dejar de pensar en Esperón porque él (que empezó como pianista en el cine mudo) fue el hombre que puso el mariachi en el cine y, por lo tanto, en el mundo. Y como para que no faltara nunca ni una nota en los atriles, en sus 80 años de trabajo, compuso 947 canciones.

Algunas de las piezas más conocidas del compositor son Serenatas tapatías, Flor de Azalea, No volveré, Un tequila con limón, Mi cariñito, Mía, Maldita sea mi suerte y Yo soy mexicano.

Carlos Monsiváis lo dejó escrito: «La música de Manuel Esperón es la sangre que corre por las venas de México».

MIÉRCOLES

El ladrón y la critica literaria

Un delincuente de Barranquilla liberó a miles de lectores chilenos y, posiblemente, a otros incautos del continente de la tarea de leerse una novela de 400 páginas escrita por el reconocido cineasta Miguel Littin.

El hombre, ahora en la lista de búsqueda y captura de la atareada policía colombiana, aprovechó que el intelectual de Chile conversaba con una amiga en los jardines de un hotel y se llevó el iPad del director de películas tan famosas como El chacal de Nahueltoro, La viuda de Montiel y Actas de Marusia.

Littin trabajaba en la revisión final de su novela titulada Los caballeros de la ausencia y ha pedido al ladrón que le devuelva su obra en una memoria y se quede con el equipo. El chileno asistía en la ciudad colombiana a un conversatorio en las sesiones del XV Salón del Autor Audiovisual. Minutos antes de dictar su conferencia se dio cuenta de que le faltaba su aparato en el que también guardaba la ponencia que debía leer.

Su exposición se titula La creación y otros demonios. Littin echó mano de todo su buen humor y dijo a la prensa que comprendía que los verdaderos demonios estaban en el jardín de su hotel.

Littin (Palmilla, 1942) salió al exilio (México y España) cuando el golpe de estado de Augusto Pinochet. Ha publicado dos novelas: El viajero de las cuatro estaciones (1990) y El bandido de los ojos transparentes (1999).

MIÉRCOLES

Un insurrecto de Cartagena

Luis Carlos López (Cartagena de Indias, 1883- 1950) fue un poeta del posmodernismo, un cantor de lo intrascendente, municipal, irónico, herido por las medianías y las zancadillas de la vida que llegó a ser un diplomático fugaz, de bajo rango, y se murió bajo el techo de un almacén que heredó de su padre.

En estos días que se celebra la irreverencia de Nicanor Parra con su Premio Miguel de Cervantes, mucha gente de América Latina tiene que recordar al Tuerto López (que, en realidad, era bizco) un indignado a tiempo completo que, en vez de salir a protestar con berrinches y tánganas en las calles, se encerraba en su casa a escribir unos poemas perfectos y extrañamente alegres en contra de Dios, del clero y de la Humanidad.

Decía que era un hombre conmovido por dentro y burlón por fuera. Su poesía es implacable con la pompa y la cursilería, pero hay una festividad, una diversión amordazada en unos ataques que suelen ser, al mismo tiempo, fieros y finos.

Luis Carlos López fue el cronista de aquella vida y esa crónica, el rigor de su obra, el valor de sus versos lo han sacado para siempre de aquellos espacios desparecidos donde el poeta fumaba frente a un vaso de anís. El escritor Juan Gossaín (Córdova, 1949) hizo la selección y el prólogo de la Poesía Completa del Tuerto López y lo ha puesto a circular en noviembre por Cartagena y por Colombia entera.

Gossaín escribe sobre el sentimiento real del poeta colombiano: «¿Humor? ¿Acaso es humor lo suyo? Otros eruditos consideran que es amargura, en el mejor sentido de la palabra, que es el sentido del desencanto espiritual. O en el peor, que es la envidia. Hablando acá, en la trastienda, tengo para mí que se trata de algo mucho más profundo que el humor, más recóndito que el salero castellano, más elaborado que la amargura, más sólido que la simple envidia y más depurado que la compasión. Es la insurrección».